Sueños de trenes, o el difícil arte de la novela breve
El escritor Felipe Martínez Cuéllar navega por la fascinante narrativa de una novela que, a seis años de su publicación en español, ya es un clásico de la literatura norteamericana.
Reseña por Felipe Martínez Cuéllar*
El verdadero obstáculo al que se enfrentan las novelas breves es el olvido. El lector de una novela larga -digamos, un libro que supere las 200 páginas- alcanza a convivir con él lo suficiente como para crear en su conciencia lectora una atmósfera, unos trazos de personajes, una memoria de algunos hechos que, aunque cada vez más desconectados del conjunto, lo acompañarán quizás durante años. Todo esto sin importar que la novela sea un bodrio ilegible -valga el pleonasmo-, un esperpento experimental -de nuevo-, o una obra maestra. Da igual. Después de días o semanas junto a ella, algo queda, allá, en algún lugar del paisaje mental del lector.
No sucede lo mismo con las novelas cortas. La capacidad de burlarse del olvido es una de sus marcas de calidad, al contrario de lo que ocurre con sus parientes de más extensión. Si no se agarran de nuestro recuerdo con intensidad, algo ha fallado. Puedo nombrar un par de novelas cortas que no me dejaron ninguna huella y de las que, ahora, es imposible decir que me hayan causado ninguna herida -lo cual es, al final, el objetivo de la literatura-: Seda, de Alessandro Baricco; La luz difícil, de Tomás González (un pequeño lunar en la obra de quien sea tal vez el mejor escritor vivo en Colombia), El túnel (ese castigo para los estudiantes de colegio), de Ernesto Sábato. Recuerdo sus títulos merced a este ejercicio de opinión, pero no mucho más. Y puedo citar acá otras tantas que, al contrario, son como esquirlas que se me incrustaron para siempre en la piel, me enseñaron a leer y ahora vuelvo a ellas con la religiosidad de los mejores pecados: El corazón de las tinieblas, de Conrad; Pedro Páramo, de Rulfo; El coronel no tiene quien le escriba, de García Márquez. Y, por supuesto, Sueños de trenes, de Denis Johnson.
Los trenes son el tiempo. El tiempo que pasa en la vida de Robert Grainer, un trabajador del oeste americano a comienzos del siglo XX, constructor de puentes, talador de árboles, padre y esposo de una familia arrasada por la tragedia. Escucha el silbo de las locomotoras desde la soledad de la cabaña que ha construido con sus propias manos en el terreno que había comprado, lejos de la ciudad, para vivir con su esposa y su hija. Un sueño imposible. Sueña con ellas y con los trenes que pasan, mientras envejece entre un trabajo y otro, entre sus idas al pueblo, entre personajes -humanos, animales- que no hacen más llevadera su vida pero que lo reconcilian con su aislamiento. Y en la novela pasa -como los trenes- todo el tiempo que le ha sido concedido en este mundo al personaje. Y eso es todo. Eso es lo que cuenta esta novela magistral de un autor norteamericano casi desconocido para nosotros. Pero, como ocurre siempre con las obras maestras, eso -la historia, los trenes que pasan, el incendio del bosque, el río, los puentes- nunca es todo.
Las frases de Sueños de trenes son limpias, breves, desprovistas de sentimentalismos edulcorados. Son como cuchillos afilados en el suelo de una habitación a oscuras, sobre los cuales el lector camina sin poder hacer nada por evitar sus cortes. Pero son cortes cargados de humanidad. Acerca de la prosa de Denis Johnson solo se puede decir -aunque no es poco- que es como sus personajes, como sus situaciones, como su visión del mundo: precisa y transparente. Leer esta novela es asomarse a un mundo en el que las cosas -el mundo, la vida- cambian como la humareda de las locomotoras cuyo sonido se cuela entre los sueños de Robert Grainer.
* Escritor. Autor de los libros La cosecha (Taller de Ed. Rocca, 2015 - Planeta, 2017) y Frontera (Alfaguara, 2019).
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